Pepe en su colina mágica escuchaba la melodía del viento cuando éste rugía feroz e iba desgastando piedra a piedra su ermita erigida por los dioses hacía millones de años. Cuando el viento era suave, se detenía a escuchar la melodía al cruzar éste el cañaveral cercano. Los pájaros le daban un tono festivo a esa melodía, y le proporcionaban color.
En sus ratos libres cultivaba la tierra. Plantaba coles, rábanos, tomates, cebollas. Todo lo necesario para su subsistencia. También tenía unos cuantos árboles frutales: naranjeros, limoneros, perales, guayaberos, nispereros. Producía suficiente fruta para su abastecimiento personal.
Algunas veces, en los años buenos, tenía excedente de su producción frutera. Por lo tanto, tomaba su bicicleta, la cargaba de fruta y recorría el pueblo en busca de tiendas o particulares que le compraran la mercadería. Algunas tiendas y personas hacían trueque con él, con productos necesarios para Pepe, como café, azúcar, aceite, papas, gofio.
En una de estas bajadas obervó unas máquinas en las calles, éstas estaban patas arriba, llenas de piedras, zanjas, trabajadores que iban y venían. Pepe se aproximó a uno de ellos y le preguntó:
-Cristiano, ¿se puede saber qué está pasando en la calle? ¿Hubo algún terremoto?
-No, Pepito, estamos asfaltando las calles. Ya dejará de haber tanto polvo, ya las casas se mantendrán limpitas.
-Ah, eso está bien, ¿y de dónde sacan las piedras, del barranco?
- No, hombre, las del barranco no sirven, además son muy duras, estropearían las máquinas trituradoras.
-Entonces, ¿de dónde las sacan?
-De Risco Redondo- contestó el trabajador.
-Queeeeeeeeeee...¿De Risco Redondo?- No lo puedo creer.
Pepe salió corriendo raudo hacia el barranco, no quería mirar de lejos, quería verlo de primera mano, quería ver cómo era posible que hubieran puesto un dedo encima de ese icono de La Aldea.
Cuando estuvo cerca, elevó la vista y vio una horrible mutilación de su montaña. De ese risco que habían visto sus abuelos y los abuelos de sus abuelos.
No podía creer lo que estaba observando. La tristeza había anidado en su alma y lloraba a borbotones por su Risco Redondo. Pasaron horas y seguía allí con el alma encogida y regando el barranco con sus lágrimas.
Abrumado por pesimistas pensamientos miró hacia las montañas cercanas, hacia la Cueva del Mediodía, hacia la Montaña de los Cedros y exclamó:
-Menos mal que han dejado con vida el resto de montañas, los signos de identidad de Mi Aldea.
No obstante ese consuelo, Pepe se dirigió hacia el Ayuntamiento a tratar de buscar al responsable que dio la autorización de tal atrocidad.
Esperó en la puerta de la oficina del Alcalde hasta que le concedieron audiencia.
-Usted dira, Pepito- le inquirió el Alcalde.
-Verá, vi lo que han hecho con Risco Redondo. Eso no tiene perdón de Dios.
-Tranquilo, hombre, ese es el progreso. Desafortunadamente hubo que hacerlo. Y en el futuro verá otras acciones que no le van a gustar, pero la vida es así. Son órdenes que vienen desde arriba.
El pobre hombre no pudo articular palabra, salió cabizbajo, musitando:
-Todos están locos, yo no puedo entender lo que hacen, me marcho hacia mi colina.
Y desde entonces tiene una pena en el corazón por su Risco Redondo, que llevará con él hasta su muerte.
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